El rincón de escribir

En la imagen, una hormiga sostiene una espiga tras veces mayor que ella con las tenazas anteriores de su boca. Sin tener relación alguna, recuerda a estos monaguillos que encabezan los pasos de Semana Santa llevando los cirios o las banderolas de la hermnandad bien en lo alto.

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Hormigas del lejano oeste

Cuando era pequeña los problemas no eran problemas. Cuando era pequeña los problemas eran aventuras. Como el día que las hormigas llenaron la despensa y hubo zafarrancho en casa. Nos pusimos todos manos a la obra y comenzamos a sacar uno por uno los tarros de azúcar, miel y galletas. Después los de legumbres, las latas de conservas, los saquitos de leche en polvo… Sacamos todo lo que te puedas imaginar en una despensa de una familia canaria acomodada de principios de los noventa.

Me crié bebiendo leche en polvo. Recuerdo a mi madre batiendo aquellos polvos a fuego lento en un perol. No recuerdo que me desagradara el sabor. Entonces aún vivíamos juntos: papá, mamá, mi hermano Moisés y yo. Pero las hormigas no querían nuestra leche. Parecía que las hormigas habían comenzado por una caja de cereales mal cerrada y, luego, lo que pillaran. No era momento de buscar culpables, a fin de cuentas llevábamos una semana de vacaciones fuera de casa, tanto estropicio no hubiera ocurrido de haber estado ahí, pero si tuviera que apostar por algún culpable, habría apostado por mí. Así que solté mi mochila con las bolsas del duty-free y comencé a sacar tarros con mi madre y mi hermano, comentando, a mis nueve años, que qué cosas tenía la vida: al momento estás de vacaciones, al momento te ves en una película de rescates.

—Porque estamos rescatando la comida —aclaré.
—¿Qué películas de rescate has visto tú? —eso fue mi hermano intentando hacerse el listo. Me sacaba dos años y de quicio muchas veces.
—Pues Los rescatadores en Cangurolandia, tonto —y era verdad.
—¡Niños! –intervendría nuestra madre…

Estoy segura de que mi hermano protestó. A sus casi doce años, no le gustaba que le llamaran niño. Seguimos a lo nuestro. Desmontamos media despensa en cuestión de minutos porque era necesario, porque la infestación había ido a más. Y ahí apareció papá a dos manos vaciando botes de espray anti-insectos, mata-hormigas o lo que fueran, como el cowboy de las historias que me contaba por las noches, vaciando cargador contra el enemigo, para no quedarse corto.

—¡Ben Dedoslargos! —grité emocionada reconociendo al vaquero de sus cuentos.

Ben Dedoslargos era un personaje destartalado, cuyos dos únicos rasgos constantes eran su facilidad para quedarse sin balas y su caballo moteado con el que cabalgaba a cualquier lugar. Protagonizó multitud de historias que no conseguiría poner en pie y algunos de los mejores recuerdos que guardo de mi padre desde los cuatro hasta los… prfff años. Antes, cuando dormíamos en el mismo cuarto, papá nos contaba las hazañas de Ben a Moi y a mí, pero desde que nos mudamos a la nueva casa, con habitaciones suficientes para todos, Moi empezó a decir que ya era lo bastante mayor, que prefería leer sus propias aventuras, que los cuentos eran de niñas. Peor para él.

—¡Cuéntame el de aquella vez que Ben asaltó el tren de correos! O no, ¡no! ¡Cuéntame mejor el del día que desplumaron a Ben como a un pollo!

Entonces no me daba cuenta, pero en realidad las historias de Ben eran las peripecias del día a día de nuestro padre. Aunque al contrario que papá, Ben solía acabar saliéndose con la suya.

Después de desmontar la despensa y vaciar los pesticidas, me quedé ayudando a mamá a recoger.

—Esto no sale en las películas, ¿eh? Ni en los cuentos de tu padre —algo así me dijo—. Los héroes salvan la situación, pero los equipos de limpieza lo devuelven todo a la normalidad. Eso se lo saltan. Y también tiene mérito, ¿no crees?

Asentí. Supongo que asentí. Reorganizamos la despensa mientras Moi y papá terminaban de descargar y guardar las maletas. Una sincronización apabullante. Con papá todo era trepidante. Con mamá todo resultaba sencillo. Con los dos juntos, los problemas no eran problemas.

Hoy he visto cuatro hormigas en mi cocina cuando he vuelto de trabajar. Las he seguido en su recorrido para ver dónde querían llegar. Una era un poco más grande. Había otra mediana que parecía saber lo que hacía. Las otras dos iban detrás como descontroladas.

—Creo que tenemos un problema de hormigas en la despensa —he comentado con mi compañera de piso. Ella se ha encogido de hombros.

Antes he dicho que no sabía cuándo dejó mi padre de contarme las aventuras y desventuras de Ben, pero sí lo sé bien. Ocurrió cuando yo tenía once años. En el último cuento de Ben Dedoslargos, Moteado, su caballo, se ponía muy, muy enfermo. Ben lo llevó a varios veterinarios amigos suyos. Intentó incluso cabalgar hasta Houston. Por lo visto allí había un curandero muy bueno. Pero Moteado no pudo. Aquel año empezó raro. Moi se había tenido que ir con mamá a estudiar fuera. A “estudiar” fue lo que me dijeron mis padres cuando decidieron que mamá se fuera con él.

—En América los institutos son mejores —les decía a mis compis de clase.
—¿Moi habla inglés? —preguntaban.
—Para eso ha ido mamá con él. Ella sí habla inglés.

Las hormigas han avanzado hasta al reguero de cereales que no recogí esta mañana, allí había muchas más, y por eso me he acordado de las últimas vacaciones que pasamos los cuatro juntos: papá, mamá, mi hermano Moisés y yo. La vida tiene estas cosas: al momento estás en tu casa mirando hormigas, al momento has regresado mil seiscientos kilómetros al sur y dieciocho años atrás.


Relato literario con narrador no fiable, de enero de 2021. Voy a tener que apuntarme a talleres para seguir escribiendo, porque ando muy escasa últimamente, como ya os conté en Cómo convertir un tema de actualidad…

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