Entonces, cuando todos miramos la foto de Pilar bajo los arcos del puente romano, Don Pedro –su marido, su ilustre marido– fue el único que no se fijó en ella. Prefirió repetirme lo mal resuelta que estaba la reconstrucción de los pretiles o cómo lo había fastidiado todo la administración de turno. Para un ingeniero de caminos aquello solo era deformación profesional. Para sus hijos, una demostración más del orden de prioridades en casa: reconocimiento, trabajo y ya luego el amor. Porque «el reconocimiento llega con el trabajo duro y trabajando duro nunca te faltará alimento, pero el amor, aunque acompaña, no te da de comer».
Nunca he sido muy rápida. Reconozco que me cuesta darme cuenta de las cosas. Pero en comparación con aquel hombre, me vais a perdonar: creo que tuve la suerte de conocer a su familia bastante mejor que él.
Coincidí con JM en el instituto, era el menor de los tres hijos de Pilar y Don Ilustre. Le llamaré Don Pedro para vosotros porque, bueno, lo que voy a contar no se presta al choteo y tampoco quiero entretenerme en relatar vida y milagros de este señor, solo detalles de la familia.
Decía que coincidí con JM en el instituto. Nos unían las primeras letras de nuestros apellidos. Éramos correlativos en la lista y teníamos la misma predisposición para hacer nuevas amistades: ninguna. Por descarte nos tocó juntos en el primer trabajo grupal de clase y así quedaría la cosa para el resto del curso. Solíamos estudiar en su casa porque estaba cerca de la biblioteca y por la amplitud. Recuerdo que en esa casa nunca faltaba la música de fondo, acompañaba a Pilar; siseaba por las estancias vacías ya de hermanos que se habían ido a la universidad, más flojita cuanto más lejos de la cocina. Recuerdo a Pilar bailando allí sola una canción de Serrat. Recuerdo sus bandejas llenas para merendar, cómo protestábamos de mentira porque aquello era demasiado para dos y cómo nos recriminaba que cuando quisiéramos invitáramos a más. Y recuerdo el día que me dijo si a mí me gustaba su Juan Marcos porque ella sabía que él era un chico muy muy especial. Recuerdo como subrayó aquel verbo y ese segundo muy, alargándolos, apretándolos contra sus labios. Insinuándolo. Recuerdo a Pilar y JM bailando juntos y obligándome a bailar.
Hasta hace nada he llevado la foto de Pilar bajo los arcos del puente en la cartera. Me la quedé sin querer el día de su entierro y no se la he podido devolver antes a JM.
Volví a su casa bastantes veces durante los años de instituto, a pesar de que él se fue por ciencias puras cuando yo preferí letras. Juraría que Don Pedro llegó a pensar que nosotros dos éramos novios. Nada más lejos de la realidad. Después de aquel primer curso nos buscamos para cambiar cromos de La Liga y postales de la Súper Pop, supimos evolucionar hacia los cómics, porque aquello sí que era madurar, y colocamos a Kevin Smith en lo alto de un pedestal. Seguí cebándome con las merendolas de su madre. De vez en cuando volvíamos a bailar. Nunca fuimos muy espabilados. Casi veinticinco años han pasado ya.
—Mamá ha muerto –me soltó JM nada más descolgar.
Estas cosas siempre pillan de improviso, aunque las hayas visto venir. ¿Hacía cuánto que no coincidíamos? Solo hablábamos en nuestros respectivos cumpleaños para ponernos al día, poco más: penas, glorias, ligues, «no dejes de ver Once, te va a gustar», «¿cómo que todavía no la has visto, te la recomendé hace tres años».
—Voy para allá –le dije sin pensar.
Dos trenes y varios autobuses después, regresé a la amplitud de los recuerdos de mi adolescencia para echar de menos las meriendas de aquella casa y nuestros bailes con Pilar. JM seguía siendo la versión enclenque de sus dos hermanos mayores. Quizá no había pasado tanto tiempo como me lo parecía a mí. Me abrazó fuerte, mucho rato, hasta que los demás se marcharon de aburrimiento o por pura incomodidad. Abandonamos la cocina en silencio, dejamos atrás el salón. Regresamos a su cuarto. Todo estaba tal cual: el póster de Clerks en el centro, el de Fernando Redondo en un lateral y oculta en la puerta del armario la pequeña postal que yo le había regalado de Jason de los Take That.
—Mi padre todavía piensa que me gusta el fútbol como deporte —dijo sin despegar la vista del número cinco en la camiseta del futbolista.
—Y las bandas de música por su calidad –apostillé empujándole con el codo. Se le escapó una risilla cursi, una de complicidad.
Su madre había conservado todos nuestros trabajos de clase, organizados cronológicamente. Etiquetados y clasificados en una balda con lo demás. Encontramos la foto por casualidad. Apareció en uno de los libretos sobre los medios de producción industriales, separando páginas junto a una flor. No tenía marca alguna, ni un año, ni un lugar. Parecía como si Pilar se hubiera entretenido leyendo aquellos tostones de instituto hasta que no pudo más.
JM mantuvo la fotografía en alto durante unos segundos, tratando de ver más allá.
—Hasta en una foto tan serena está bailando con el viento –recalcó sin poder evitar echarse a llorar.
Entonces, cuando en el entierro todos miramos la foto de Pilar bajo los arcos del puente, su marido fue el único que no la vio bailar. Deformación profesional, insistía, porque aquellas aberraciones en la reconstrucción eran «de querella criminal».
Pasaron esos días y unos meses más. JM me volvió a llamar. Su padre, Don Pedro, el del amor ya si eso, no había aguantado más. No quise ser mala en ese momento, porque cada cual afronta el duelo a su manera, pero sí fui capaz de apreciar la fina ironía que tuvo la muerte al llevárselo a él, lánguido y alargado, no mucho después que a su Pilar.
—Dejó de comer el buen hombre –comentaría uno de sus sobrinos en el funeral–. Le faltaban las ganas ya.
Relato escrito a partir de la imagen de arriba (como inspiración, no siendo fiel a su descripción) durante el mes de noviembre de 2020.
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