Lo manoseáis todo.
Tengo una imagen gastada en la memoria. No es clara, ninguno de mis recuerdos lo es. Seguramente la haya adornado con el paso del tiempo. Pero ahí está, fija en mi memoria: Una imagen de mi madre sentada en la mesa del comedor trabajando entre papeles y su máquina de escribir. Mi madre en la mesa del comedor cuando la mesa del comedor no hacía gala de su nombre, cuando la mesa del comedor hacía las veces de su despacho. El despacho de una madre que no tiene espacio propio.
Todo lo toqueteáis, le quitáis sentido.
Está sentada en una de las sillas, con una de sus piernas levantada, apoyada en otra silla. La tabla de madera de la mesa está protegida con un hule grueso de plástico blanco en su parte superior, con pelillos aterciopelados en la inferior, acariciando la madera. Yo no puedo dibujar en la mesa si esa tela de hule no está puesta. Pero la tela está puesta y yo estoy al otro lado de la mesa, pintando. Tengo seis años. No. En realidad no lo sé, quizá tenga menos. Mi madre sostiene en alto una revista sobre obstetricia y ginecología. Lee algo. Está en inglés. Yo no sé inglés, no al menos el inglés suficiente, pero sé que es esa revista porque mi padre las colecciona en su consulta. Tiene cientos de números expuestos en las estanterías superiores. Una vez salió en uno de ellos. Pero él tampoco sabe inglés, al menos no el inglés suficiente. Mi madre le traduce los artículos más importantes. Los transcribe al español en su pequeña Olivetti aguamarina.
Todo lo desgastáis.
Es una imagen de una tarde de primavera indefinida, quizá otoño, verano o invierno. Las estaciones no importaban en mi infancia canaria. Por algo las llamaron Islas Afortunadas. No es que jamás lloviera. Claro que hacía calor. Pero mi infancia canaria transcurre en primavera. Los veranos son peninsulares, como las tormentas. El resto del año no existe salvo por la Navidad y, en Navidad, también era primavera. Así que es una imagen de cualquier tarde, de cualquier día del año, seguramente uno de colegio, en la que yo estoy dibujando en la mesa del salón cerca de donde mi madre sostiene una revista extranjera que traduce para mi padre en su máquina de escribir.
Lo mancháis todo.
Mi madre suelta la revista con una mano y con la otra alza un cigarrillo hasta su boca. Absorbe el aire filtrado. Puedo escuchar esa calada y cómo se consume el cigarrillo al otro lado de sus labios. Baja el brazo y suelta la ceniza con ligeros toques en el cenicero. Me fijo en que el mantel que protege la mesa tiene una quemadura circular de cigarro a medio camino entre mi madre y yo. Seguramente esta parte del recuerdo sea mentira, pero he visto esa quemadura en alguna tela similar, igual de blanca y esponjosa. Mi madre no es la única que protege así las mesas en la familia, ni la única que fuma en los ochenta. Suelta el tabaco y retoma la traducción.
Habéis ensuciado hasta el último rincón.
Escucho ahora el mecanismo de las teclas de la pequeña Olivetti martilleando el papel. Si tú conoces esas máquinas, o cualquier otra parecida, seguro que también lo puedes escuchar. Puedes oír cómo se forman las palabras, los espacios; un clank por cada mayúscula, el ding del fin de línea seguido de un largo zip de retorno y, solo cuando terminas, el salto al vacío del cambio de página. En repetición constante, hasta el final del texto. Si quieres, puedo dejarte a solas un rato con ese traqueteo, para mí, al menos, es tranquilizador. Descuida, a ti no te incluyo en mi protesta. Salvo que te identifiques tú.
A alguno de vosotros se os ocurrió un día, nefasto a la postre para mí, que recuperar esa imagen bohemia de las Olivetti portátiles era lo más. Que qué recuerdos traería, que quién no la asociaría con la cultura, el virtuosismo, con escribir. Y la repetisteis hasta la saciedad. Llenasteis internet de esas imágenes. Ilustrasteis todos vuestros artículos sobre escritura y escritores. Sobre equipos de trabajo. Sobre cualquier cosa por adornar. Porque era moderna. Porque era antigua. Porque era bonita. Llamativa. Vintage.
La manoseasteis. Pusisteis vuestros dedazos sobre mi recuerdo como el niño que agarra una fotografía con sus huellas húmedas, sucias y la señala; las marca, las deja brillando sobre mi imagen mate, más vivas que sus propios colores. Gastasteis mi recuerdo haciéndolo universal. Ahora cuando escribo sobre él (no es la primera vez, seguramente no será la última y siempre lo reconoceréis) parece de conveniencia, falso. Impostado por esa máquina de la que seguro pensáis que nunca estuvo ahí, que está metida solo para visualizarla porque nadie, nadie en su sano juicio, traduciría artículos pasándolos a máquina para que solo una persona los pudiera leer. Nadie. Nadie lo haría. Y, quizá solo por eso, os lo tenéis que creer.
Nota de la autora: Quizá debería analizar mis propias neuras o cómo, sin ser consciente, repito patrones en relatos que se llevan años.
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